Si el paisaje es el reflejo de la sociedad que lo habita, que lo construye, entonces una sociedad democrática debería verse reflejada en su paisaje. Bien, pero ¿como serían esos paisajes democráticos?
A partir de esta pregunta elemental, se plantean cuestiones complejas, en especial aquellas que hacen referncia a las necesidades humanas (reales o imaginarias) y a la legítima búsqueda de la felicidad a la que, el urbanismo, debería dar respuesta.
En esencia la Democracia se caracterizaría por permitir y fomentar que cada ciudadano viviera en la forma por él deseada, en función de la capacidad tecnológica disponible. El paisaje, por tanto, se caracterizaría por una tendencia a la uniformidad, causada por ese reparto “equitativo” en la implantación de los avances tecnológicos, mientras que por otro lado tendería a la diversidad, en función de la libertad de elección de la que gozarían los ciudadanos.
Por contra, un paisaje totalitario se caracterizaría por la uniformidad, por la concentración de recursos y tecnologías en determinados lugares y por una manifestación (de existir) escasa y muy localizada de las opciones personales en los usos del territorio.
Más complejo resultaría apreciar las diferencias en cuestiones como las centralidades urbanas, la localización de las infraestructuras viarias o el desarrollo de las zonas industriales. Pero es evidente que esas diferencias existen, y que deberían ser importantes, ya que de otra forma, vendría a significar que el espacio se ocuparía de manera similar independientemente de las formas de vida, y eso no parece posible.
Sin embargo, a menudo parece que los urbanistas actúan con una actitud nada democrática, en tanto que su formación les lleva a mantener una teórica certeza científica en la que tienen poco espacio las voluntades de los habitantes. Para intentar solucionar este “defecto de base” se recurre a la participación ciudadana, una serie de “procesos correctores” del planeamiento que le darían a éste y por tanto al paisaje resultante, su verdadero carácter democrático. Como es lógico, estos procesos son consecuencia directa del ambiente que se viva en cada comunidad, y por tanto no tienen apenas peso en nuestro entorno, en los que suele limitarse a la lucha por el aumento de valor de determinados terrenos.
Es también evidente que una mayor participación ciudadana, con la consiguiente manifestación de voluntades diversas, expresadas por lo general por personas sin base urbanística pero con un profundo conocimiento del territorio, va en detrimento de los planteamientos técnicos del urbanista. Es decir, a más participación, menos planeamiento, hasta llegar a un ideal de paisaje plenamente democrático, creado sin planeamiento alguno…
Contra esta ¿deriva?, estaría el conocimiento superior sobre el funcionamiento de los sistemas territoriales, que implicaría la existencia de soluciones objetivamente acertadas, tales como concentración de la población, dependencia de determinadas infraestructuras, centralidades fuertes o difusas según el caso y otras, que se impondrían por su carácter científico.
Creo que todos somos conscientes de que son escasas las soluciones “realmente científicas”, y que la mayor parte de las propuestas urbanísticas son, en realidad, propuestas que buscan un fin, en general, el del bien común y la mejora de las condiciones de vida, sean estas lo que fueren. Otra cosa es que estas propuestas se reflejen, en realidad, en un paisaje más democrático.