The Shovel hoy en día

Una joya del patrimonio industrial de Londres en vísperas de la Posmodernidad

Reproducimos este magnífico escrito, puramente geográfico, que describe un rincón patrimonial muy significativo de la ciudad de Londres en enero de 1994. En ése momento histórico la fiebre del High Standing posmoderno ya se había merendado los Docklands, filet mignon del Patrimonio Industrial londinense y desde entonces hasta el Brexit, icono de unos tiempos difíciles de entender. Mientras tanto, en el suburbio, la fina perspicacia geogárafica de Paul Johnson describía los valores, mucho más tangibles, del viejo canal y su entorno.

Por Paul Johnson (1994)

Caminar a lo largo de un canal es ver la ciudad desvestida, podríamos decir en paños menores. Cuando se construyeron los canales, en la segunda mitad del siglo dieciocho, nadie los habría recorrido por placer. Los trabajadores no caminaban, salvo por necesidad, para ir de A a B. Las clases altas y medias comenzaban a hacer excursiones, pero lo hacían en la región de los Lagos, que tenía sus paisajes pintorescos y estaciones para admirarlos. Los caminos de sirga eran para las gabarras y sus caballos. Algunas tabernas tenían un sórdido salón trasero que daba al canal, pero la elegante fachada daba a la carretera. La única que conozco destinada a aplacar la sed de los cavadores y navegantes es The Shovel, (en la imagen superior) cerca de Uxbridge, pero en sus tiempos de auge era un tugurio. A nadie le importaba el aspecto de su fábrica o taller visto desde el canal.

Así que ahora, recorriendo el camino de sirga, vemos la industria en su aspecto más desaliñado: salidas traseras de talleres que no se han tocado desde que se construyeron, almacenes mugrientos sin una pincelada de pintura, apiñamientos de chabolas que apestan a podredumbre seca, con ventanas que se esmaltaron por última vez antes de la Guerra de los Bóers, patios traseros en todos los tamaños y etapas de decadencia, abarrotados de maquinarias herrumbradas, pilas de mosaicos “que algún día pueden servir”, estatuas rotas y chimeneas caídas, envases podridos y, por doquier, malezas resistentes, moras, ortigas e incluso girasoles que se elevan añadiendo un toque natural.

Los canales no son lugares muertos, todo lo contrario. A pocos pasos de mi casa de Bayswater estamos en el corazón de lo que llamo Canaltopía, desbordante de vida propia. Aquí hay pescadores, no sólo *

Mapa de Uxbridge hacia 1919, mucho antes de que la metrópolis llegara. Cuesta descubrir la traza del Grand Union, ya desplazado por el ferrocarril (Ordinance Survey)

niños con un alfiler en el extremo de un cordel sino hombres serios y bien equipados, con sacos o cestos llenos de anzuelos y carnadas. A juzgar por las anchas redes que llevan, pescan ejemplares de gran tamaño. El sábado pasado un hombre tenía una caña de alta tecnología de cinco metros de longitud, así que podía llegar hasta la otra orilla. Esta actividad representa una inversión sustancial.

Además debe haber alimentos en el Grand Union Canal, pues abunda la vida avícola: ánades que trazan un giro para pescar y luego mecen con deleite la brillante cabeza verde, un par de cisnes majestuosos que dan un toque de elegancia a esas aguas, enormes y ávidos gansos de Canadá, que parecen estar ocupando todo paraje acuático de Londres. A lo largo del camino encontramos a ese inveterado ciudadano del canal, el perro solitario. Estas criaturas, la mayoría mestizos de la clase más tosca, son rompecabezas caninos, productos de extravagantes mezclas: un terrier con un sospechoso y adusto hocico de doberman, una cabeza de alsaciano unida a dos pares de patas de basset, una suerte de dálmata fracasado. En el canal, estos perros son los desempleados del reino animal, y no buscan trabajo sino distracción para pasar el día. Los gatos son más determinados en su dedicación a sus sigilosos asuntos, pero en ocasiones se topan con problemas. Un cartel plañidero anunciaba: “Perdido, un gato pardo y gris color carey llamado Jessie, con collar fosforescente e imán negro”. Era evidente que el cartel era viejo, y tenía un aire melancólico. Eché una ojeada a las turbias aguas y me pregunté cómo podrían haberse engullido a un gato tan bien equipado.

El Great Union Canal en Uxbridge

Este tramo del canal está cerca de una enmarañada red de las principales arterias de Londres. A poca distancia Brunel el Joven inició su gran marcha de hierro hacia Plymouth, y arriba están los inmensos doseles ! de hormigón de las autopistas. La orilla del canal es silenciosa, pero el murmullo del tráfico es continuo. Los pequeños puentes nos recuerdan que el canal es un lugar apartado del ilimitado océano londinense de actividad lucrativa. Los puentes suelen ser feos y utilitarios armazones de vigas y láminas de hierro, diseñados por ingenieros prácticos en el dorso de viejos sobres. Pero los amo. También, evidentemente, el consejo de Westminster, porque los mantiene pintados con colores agradables: rosado y gris, azul y blanco, terracota. A veces los más grandes remaches están en oro.

Little Venezia, un selecto barrio flotante y vagamente patrimonial

Debajo de los puentes hay retazos umbríos en este brillante día de febrero, donde los fanáticos de los graffiti pueden trabajar en segura clandestinidad. Les gustan los canales tanto como a mí, y parecen venir de un amplio espectro de la población, de ambos sexos, de todas las clases y edades. Las obscenidades son infrecuentes. Los graffitiosi de Canaltopía son gente anticuada que no quiere escandalizar sino informar, incluso pregonar. Con frecuencia tocan una nota cuasirreligiosa. El sábado pasado me dijeron: “Estreno inminente: destrucción total”. Otros están destinados a provocar la reflexión: “Lapislázuli es mejor”. Pero esto tenía un toque seudointelectual. Si el príncipe Carlos se dedicara a garrapatear graffiti podría escribir algo similar. Algunos son tranquilizadores. Debajo de uno de los puentes más oscuros, en una letra más juvenil, se leía: “Amo a mi tía”. Bien, eso espero.

Un paseo por el canal no conduce a grandes experiencias estéticas. Encontré una sola iglesia que pudiera impresionar a John Betjeman o al gran Gavin Stamp. Pero era de verdad muy bonita, con una majestuosa nave victoriana, una alta torre y un Chapitel con franjas rojas y blancas, todo dedicado a esa dama cautivadora, enigmática y oscura, Santa María Magdalena. Pero en general Canaltopía es para divagar con la mente en blanco, el espíritu en reposo, a menos que un recordatorio del pasado nos despierte una cálida nostalgia: un anuncio olvidado de Bisto, el chasis de un Ford T. Mientras camino, todo es júbilo apacible. De pronto, un signo siniestro: una mujer elegante, con brillante chaqueta de cuero ceñida a la cintura, como un gusano, con un sombrero de piel artificial políticamente correcto y brillantes botas persas azules, paseando su borzoi, que no es precisamente un perro solitario. ¿Qué ha sucedido? Sin darme cuenta, he atravesado el terrain vayue de Canaltopía y he llegado a las inmediaciones de Little Venice. No más patios traseros, sino barcazas con módulos y antenas parabólicas, voluptuosos centros de jardín, nuevos apartamentos posmodernistas, terrazas victorianas suntuosamente pintadas e inmigración de clase media por doquier. El paseo ha terminado; hora de ir a casa.

Horror posmoderno, el Grand Union como mero espejo de agua

Publicado en castellano en Al diablo con Picasso y otros ensayos, S.A. Javier Vergara. Buenos Aires, 1997 ISBN 9789501517958

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