¿Qué hacíais en mi ciudad?
Ha pasado mucho tiempo desde aquellos viernes de pizzas en “La Nova Fontana”, buscando entre el queso fundido razones para justificar las muchas líneas, casi todas rectas, que trazábamos a diario. Muchas veces, no encontrábamos ninguna y había que divagar. Nos preguntábamos el por qué de tantas incongruencias en nuestro trabajo, o más bien ocupación, de “urbanistas” (¿de verdad éramos urbanistas?¿lo somos ahora?). Lo pasábamos muy bien, y casi todos nos reíamos de casi todo, y en especial de nuestra mísera condición. Estábamos tratando de razonar con lógica en plena Posmodenidad, y eso no tenía mucho sentido, pero entonces no lo sabíamos. Éramos unos pardillos, y a lo más que llegábamos era a quejarnos constantemente de la falta de relación entre lo que se decía que pasaba en la ciudad y lo que realmente pasaba. Menos aún con lo que pasaría. Aun no sabíamos que aquella ciudad de Barcelona estaba dando por entonces los mejores pastos para las vacas sagradas que arrastraban el carro de la posmodernidad.
La verdad es que nos portamos bien con aquel rebaño de grandes nombres, unos mas grandes que otros, unos mas rebaño que otros, porque no había mala fe, simplemente encontrábamos divertido tanto disparate.
Por aquel entonces, en lo que sería la “Posmodernidad Plena”, el nivel de incongruencia asociado a cualquier decisión urbana o social era llamativo, pero como se diría ahora, “sostenible” desde el punto de vista del ridículo. Simplemente, es que se estaba sustituyendo la acción por el “relato”, y la ciencia por la creencia. Aburridos de trabajar con criterios racionalistas, que al final los podía usar cualquiera y no favorecían el lucimiento personal, los numeroso arquitectos de la ciudad decidieron subirse al carro de la Posmodernidad y utilizar el lápiz para redactar planes y justificar soluciones, más que para dibujar. Pero eso aún no lo teníamos claro.
Personalmente, a mi me resultaba más llamativo ver como muchos de vosotros habíais cruzado medio Mundo para venir aquí a aprender. En mi ignorancia, no podía entender que un viaje que a mi me había llevado años, del suburbio litoral a la Part Alta de la ciudad, se juntara en el espacio y el tiempo con vuestros viajes del Nuevo Mundo al… Viejo!
Porque lo mío era lo de siempre, el espejismo de la superación social, de ser admitido aunque fuera con reparos ente la intelectualidad de los barrios altos. Pero lo vuestro… ¿que podían aprender de aquella ciudad con mucho más pasado que futuro estudiantes venidos de ciudades mucho más modernas y desproporcionadamente mas grandes? Ni idea. Aún me lo pregunto. ¿Quién y cómo había vendido la moto de Barcelona?
Recuerdo muy bien como la ciudad había acudido presta a “ayudar” a otras ciudades por la vía del discurso amable. Algunas acciones en particular me habían llenado de asombro, como el asesoramiento a los transportes urbanos de Sao Paulo. Aquellos carriles triples, aquellas colas interminables de autobuses que parecían no tener principio ni fin, aquellos anuncios en el periódico de “permuto apartamento en el Norte por otro en el Sur para acercarme al trabajo” (y evitar así algunas horas de viaje), aquel mundo exagerado y duro que a las cinco de la mañana era ya todo él hora punta, todo aquello iba a mejorar gracias a las recetas importadas de mi ciudad, en la que el principal problema del autobús es que no pasaba nunca a mi gusto. Vaya, nunca lo hubiera dicho. Entonces no sabíamos que esos asesores conocían bien Sao Paulo… los mejores hoteles, la Boca do Luxo y la manera de sacar rendimiento personal a visitas con misiones imposibles. Tampoco sabíamos que uno de ellos era incluso conocido como “El Misionero”.
Pero había cosas que nosotros, los del suburbio, si no las sabíamos las podíamos, al menos sospechar. por ejemplo, el hecho de que éramos de lo más moderno. Nuestros barrios del Nordeste habían sido construidos con poco dinero y con algunos pelotazos sobre suelo municipal en muchos casos, pero por urbanistas realmente modernos que pensaron en dar un alojamiento digno a decenas de miles de personas venidas de quien sabe donde, aunque todos tenían un por qué. Bloques exentos, bajos y altos, muchas zonas verdes y muy poco aparcamiento porque total, casi nadie tenía coche. Con el tiempo, incluso llegó el metro, pero ni eso fue suficiente para nuestras mentes calenturientas, y en el barrio la mayoría pensaban que aquello era un asco y que debían de existir lugares mejores en la ciudad para vivir. En mi barrio éramos realmente ignorantes.
Tan ignorantes éramos que los poderes públicos decidieron intervenir por nuestro bien, pero también por el suyo, claro, reinterpretando lo que en tiempos de la dictadura los urbanistas (que eran los mismos, por cierto) habían dejado como simples espacios entre bloques hasta convertirlos en una plaza, la “Plaça de la Cultura”, una intervención que cambiaría para siempre nuestras toscas mentalidades y nos convertiría en personas cultas de una vez. Se acabaría con aquel estándar sonrojante de 68 bares para 10.000 habitantes.
Como casi siempre, un espacio publico, lugar común en todos los sentidos, fue el objetivo prioritario. Y el mas explicado, porque ya lo dijo el alcalde Maragall, “el urbanismo además de construirlo, hay que explicarlo”. Sobre todo explicarlo. Y la explicación, de hecho, se convirtió en lo más importante. Y así, como sin quererlo, entró la Posmodernidad en el urbanismo local
Difícil encontrar una actuación municipal mas cargada de simbolismo, en un mundo en que como dicen les Luthiers de la diversión en la Universidad, “no era menos importante que el conocimiento… era MAS importante!”
Y difícil encontrar también un espacio más kitsch que aquel una vez finalizadas las obras. La superposición de molduras, templetes griegos y balaustradas contra los bloques racionalistas repintados por tercera vez en cinco años (caso Adigsa). Afortunadamente, el medio local no soportó aquel injerto de “cultura”, y hoy sólo queda la placa conmemorativa. Ni siquiera fotografías se pueden encontrar. Pero no sufras, si visitas Antigone en Montpelier, te puedes hacer una idea.
Otra intervención cercana, y que requirió de bastante más relato, fue la Plaça de la Verneda, del gran sofista en piedra que es Serra. Pero ya hablamos de ella largo y tendido en el blog.
Con todos esos antecedentes, ya puedes entender qué hacía yo allí: yo quería ser también una vaca sagrada, aunque no fuese de una ganadería conocida. Pero vosotros, ¿qué hacíais en mi ciudad? ¿Aprender?
Esta duda me dio mucho que pensar, durante mucho tiempo, demostrando una vez vez mi falta de preparación académica. Estaba claro, igual que yo había ido a estudiar a la capital mundial de la Hipocresía, Venezia, porque era una de las pocas ciudades con más autoestima que Barcelona, vosotros habíais venido aquí a aprender a construir una ciudad bien pagada de si misma, con la autoestima alta. Y para eso, lo que hacen falta sobre todo, son urbanistas… capaces de crear relatos que muestren su superioridad cultural, de la cual, a la fuerza, se beneficiaría necesariamente, a la larga toda Bogotá.
Para eso habíais venido, aunque probablemente, nadie os lo explicó así.