Sobre el fin de la posmodernidad
Aunque ni siquiera sabemos muy bien que es la Posmodernidad, hay gente que tiene claro que eso (lo que fuera) se acabó con la entrega del Nobel a Bob Dylan (cuando fue a recogerlo, claro). Es una fecha como podría ser otra, pero el caso es que parece que se acaba, y que la Pandemia será la referencia futura de su desaparición.
Pero lo cierto es que la Posmodernidad no ha llegado a su fin por ninguna enfermedad , ni por el fin de la Globalización ni aún menos por una emergencia climática que ni se conoce ni se estudia. No. El final de la Posmodernidad se produce por el agotamiento de su base ideológica tras el desgaste enorme que le ha causado… el duro contacto con la realidad!
Porque la realidad, a pesar de lo que dijeran los posmos y para su desgracia, siguió existiendo a pesar de que ellos hubieran cambiado el punto desde el que, oficialmente, había que verla: el “ojo del observador, que en teoría podía ser cualquiera.
Pero volvamos a la Barcelona de fin de siglo, una ciudad envidiosa del anterior fin de siecle en París. Allí pocos y pocas sabíamos que ya éramos posmodernos, y eso que detalles para darnos cuenta, nunca faltaron. Los más evidentes eran relativos a la falta de relación entre lo que se decía que ocurría y lo que realmente ocurría. Si bien eso no era una novedad en una ciudad que inspiró a Orwell, esta vez tenía una componente buenista que en la práctica impedía toda disidencia. La prepotencia de las clases altas se extendió, de alguna manera, a todos los ciudadanos
En aquella lejana época, algunas universidades todavía eran apreciadas por ser “casa del conocimiento”, y las de Barcelona, por el sólo hecho de compartir espacio con el resto de la ciudad, pues más, claro. Y si atraían estudiantes deseoso de aprender, y desde lugares lejanos, es porque aun suponíamos que allí debían existir profesores que habían recogido un vasto conocimiento científico, u objetivo al menos, que lo habían estructurado hasta formar un corpus (los cursis lo llamamos body of knowledge) y sobre todo, que habían desarrollado complejas pedagogías para que incluso las personas más torpes y peor preparadas, como por ejemplo nosotros, pudiésemos aprender algo de urbanismo. Al menos lo suficiente para poder trabajar… para ellos. Y allá que fuimos dejando otras posibles brillantes carreras (¿?) por el camino.
Ahí estaba, por encima de las demás, la Escuela de Arquitectura. Si dedicábamos esfuerzo y tiempo, nosotros también podríamos ser algún día urbanistas reconocidos. Y si no , al menos nos conoceríamos entre nosotros. Tendríamos un sello de prestigio, Barcelona. Y un alma mater. ¿Qué podía salir mal?
Pues para empezar que aquella hipótesis de trabajo fallaba en su base: no existía tal conocimiento científico que soportara los proyectos urbanísticos. Existía si, la propaganda de que ahora el urbanismo, el “planeamiento”, como se decía desde hacia unos pocos años, era mejor porque lo realizaban equipos indisciplinares de “científicos”tales como , sociólogos y ecólogos, geólogos y botánicos, arquitectos (obviamente) y… geógrafos. La cosa era tan grave que… ¡me admitieron (a un geógrafo) como alumno de doctorado!
¿Donde estaba la trampa? ¿Acaso aquellos adoradores del Corbu y la Bauhaus, y hasta del pobre Cerdà, creyentes en los estándares y en el 8+8+8 no estaban siendo honrados en su relación con el conocimiento científico?
Pues no, pero tampoco era todo culpa suya. Unas décadas atrás la intelectualidad ya había perdido una vez más la fe en la ciencia, sin duda porque le ponía trabas para desplegar “su potencial”. La ciencia no conseguía dar respuesta a los problemas existenciales y, lo que es peor, no daba respuesta a sus necesidades como clase dominante. La intelectualidad, buscando soluciones rápidas más que respuestas, había regresado a las supersticiones como la cábala judía o el I Ching. Esta última fue refrendada como fuente de conocimiento por el propio Karl Jung, a pesar de su carácter meramente aleatorio. El mismo autor, ya lanzado en su auto-complacencia, explicaba que no existe ninguna ley de causalidad, sino que los fenómenos se dan unos tras otros por una simple sincronía, porque suceden a la vez en el tiempo, pero no porque nada los relacione. Y de ahí vendría la peculiar eficacia del I Ching, como oráculo, por ejemplo.
Recuerdo que cuando leímos el Tlön Uqbar Orbis Tertius de Borges nos pareció una gansada que… ¡explicaba exactamente eso mismo! Y en nuestra ignorancia pensamos: mira, está describiendo lo que pasa ahora, que la gente no cree que sus actos tengan consecuencias y que por tanto, no hay que dar tantas explicaciones de lo que se hace. Todo es relativo y opinable. El re-descubrimiento de la Cábala, que valoraba más las palabras escritas como símbolo que por su contenido, fue otro importante foco de contaminación anti-científica de la Posmodernidad.
Si la intelectualidad pura estaba así, ¿qué podíamos esperar de la intelectualidad urbanística, formada básicamente por arquitectos? Si en la modernidad se habían basado en razonar para encontrar soluciones objetivas a los problemas, como no las encontraban o no les gustaba lo que encontraban, prefirieron abrazar la Posmodernidad y crear relatos que solucionaran los problemas y sólo posteriormente, actuar sobre el territorio para comprobar que tenían razón.
Pero si la solución era anterior al problema, ¿cómo se sabría si una acción era acertada, si una actuación urbanística era correcta, si podía tener éxito social? Ante la falta de referencias objetivas, se reinventó la figura del experto, de los sofistas clásicos. El experto posmoderno no tenía porque ser, como en el pasado, docto en un aspecto concreto de la realidad sino, por el contrario, hábil en elaborar un discurso que demostrara que él o ella sabían lo bastante de cualquier tema como para que su opinión fuera la correcta. Nació así la Vaca Sagrada contemporánea, raza potencialmente peligrosa nacida del cruce del clasismo con la autocomplacencia.
Los sofistas, de siempre, se han basado en el uso del pensamiento simple para cerrar el paso al pensamiento complejo que podría desbaratar sus proyectos mediante un simple cuestionamiento tipo “¿por qué ahí y no más allá?” para el que no tenían respuesta.
Aunque todos hacíamos ver que no nos dábamos cuenta, esta actitud era palpable en cada uno de los planteamientos teóricos que apoyaban tanto los proyectos como las clases teóricas, que eran los mismos. Especialmente visible era con la cuestión que estuviese de moda en cada momento, como lo fue urban sprawl, al que se acusaba de todos los males (era el apogeo de la blame culture). La ciudad dispersa, que según ellos era lo contrario de la ciudad difusa de Indovina, estaba ocupando “el campo” y eso era terrible para el medio ambiente y para la sociedad. Tanto, que una de las Vacas Sagradas locales empezó a teorizar con gran éxito, sobre la necesidad de amurallar de nuevo las ciudades, de marcar límites claros entre los que pagaban impuestos urbanos y los rufianes de extramuros que sólo especulaban. Pero eso no frenó la expansión del aeropuerto sobre las marismas del Delta, ni muchos otros destrozos.
Sus “relatos” convirtieron los espantosos desarrollos de la baja densidad suburbana en “el territorio del miedo” porque, decían, copiaban a los condominios blindados de los países violentos. Sin embargo, recuerdo que durante en una visita de la Université de Montpellier, al pasar el bus por la Part Alta el guía indico que “en aquellos unifamiliares vivían todos los que proclamaban la bondad de vivir en bloques”, frase que los alumnos acogieron con risas porque… ¿a qué señalar algo tan evidente?
Para cuando llegasteis, otra luminaria local empezaba a teorizar sobre el concepto más puramente posmoderno y decadente de todos: la Biodiversidad Urbana. Una burda comparación entre la vibrante complejidad de un ecosistema natural y la simple superposición de comercios, cañerías y paradas de bus de la ciudad densa. Burdo, absurdo quizás, pero… ¿no es mucho más práctico actuar sobre los símbolos que sobre la realidad física?
Los símbolos… qué obsesión! Con el tiempo, cuando se puso de moda el Patrimonio Industrial, incluso nosotros acabamos trabajando sobre símbolos.
Pero por entonces uno de los que más les obsesionaba era l’Eixample. Ya cuando yo iba al instituto algunos arquitectos re-descubrieron la figura de Cerdà y empezaron a venderla al por mayor, en especial los restos mortales de su obra, un centro urbano que cada amanecer negaba los principios que inspiraron a su creador. Claro que en este caso olvidaron que Cerdà había sido expulsado de la ciudad y su obra perseguida porque no se acomodaba a las muy clasistas ideas de la clase dominante local (que por cierto no han variado nada desde entonces). También olvidaron que murió lejos de allí, buscando la paz en un balneario cantábrico.
Y ya nos vamos acercando a las dos cuestiones claves que han definido la Posmodernidad, basadas ambas en redes de medias verdades urdidas con cuidado: la participación ciudadana y el diseño del paisaje. Con la primera se buscaba el dar legitimidad a lo que eran simples decisiones políticas. Con el segundo, dar un paso hacia la construcción de espacios totalitarios en los que el urbanista no sólo dibuja cómo ha de ser el espacio físico, sino también o sobre todo, como han de vivir sus habitantes. Y es que la peor consecuencia de aquella posmodernidad no quedó plasmada en los caóticos paisajes peri-urbanos, porque se dio en las consciencia. Pero ya habrá lugar para eso otro día.
Y ahora estoy pesando que si os hubiera explicado todo esto en 1999 ,no habríais venido, y os hubierais ahorrado una pasta. Pero he de decir que yo tampoco lo sabía, y ahora ya es tarde. El tercer viaje de Gulliver toca a su fin, esperemos que no sea para iniciar el cuarto.