Hacia 1995 se celebró en Barcelona un “Seminario sobre Privatización de Puertos Latinoamericanos”, evento que tuvo una enorme repercusión por la consiguiente exportación del modelo de Barcelona a muchos otros puertos, como Altamira o Buenaventura. Un modelo se basaba, y se basa, en el alquiler de  los muelles a empresas que prometen invertir en ellos para mejorar la productividad. Con ello, se privatiza el antiguo espacio portuario, el interfaz tierra-barco, muy costoso de construir y pagado (con alguna excepción), con dinero del Estado.

Los beneficiarios son las empresas navieras que los utilizan, las empresas estibadoras que los gestionan y en teoría, también el Estado que cobra por ello.

Poco antes había aparecido, con la nueva ley, el  concepto de “puertos de interés general” (Puertos del Estado), concebidos a manera de empresa inmobiliaria que cobra por el alquiler de espacios edificados.

Esto supuso también una centralización muy fuerte que se ha resuelto con la preponderancia del papel de los políticos sobre los técnicos, algo discutible, en tanto que, las funciones de un puerto no se prestan a demasiadas variables políticas.

Y es que la historia demuestra que un  puerto, es sobre todo la expresión de la voluntad, la creatividad y las ganas de trabajar de su Hinterland. Cuando la población pierde interés en los tráficos por mar, busca otras soluciones o se aletarga letargo, y entonces el puerto carece de sentido.

Por el contrario, la gestión en base a concesiones se basa en que la autoridad portuaria emite unos pliegos que dirimen las condiciones que han de cumplir  los concurrentes. Pero claro, estas condiciones pueden ser ambiguas o de difícil justificación, de manera que se pueden otorgar a quien diga que “va a hacer algo” que, en realidad, puede hasta carecer de justificación lógica. Es el caso de algunas actuaciones “contra el cambio climático”, “por acercar el puerto a la ciudadanía” o por la “integración social” de la población afectada u otros muchos conceptos esquivos.

Pero visto desde otro punto de vista,  ¿Quién debería decidir los usos inmobiliarios de un espacio tan singular? ¿El nivel local no tiene un papel decisivo en la gestión de esos puertos? Pues no.

Al contrario de lo que es frecuente y adecuado en otros países, en España sorprende el nivel de centralización de PdE, (entidad dispersa por naturaleza!), que no se reduce a las consabidas compras y contrataciones centralizadas o la  gestión de una teórica competencia entre ellos para mejorar rendimientos. En la vida real, los puertos grandes tienden a monopolizar sus tráficos preferidos, expulsar los “indeseables”  y absorber a los vecinos menores, como en los casos tradicionales de Bilbao/Pasajes o El Musel/Avilés.

Basándose en la (muy mejorable) Ley de Puertos, se pretende la obtención de beneficios por alquiler de suelos, que irían al Estado que paga las obras. A cambio, las adjudicatarias darían un mejor servicio a sus clientes (buques) y a la Sociedad local. Esto es discutible, pero la cosa se complica en puertos insulares que no son de tanto “interés”.

En una isla pequeña, el puerto va mucho más allá de lo que se pueda calificar como de “interés general”, porque sencillamente es la expresión marítima de la sociedad insular. El caso más sangrante, siempre lo citamos, es el de Formentera, porque “depende” de otro puerto, Ibiza, que a su vez está también muy tensionado.

En Formentera, la cuestión es ciertamente delicada, porque el puerto debería ser en buena medida la expresión del modelo turístico de la isla, y éste no puede tender hacia el crecimiento ilimitado, hacia la externalización, hacia un régimen colonial en el que se generalice la actividad de empresas foráneas que, en por diversas razones, no dejan un verdadero rendimiento en la isla. Una de ellas es dificultad de encontrar empleados que vivan o puedan vivir en la isla.

Pero más grave aún es la cuestión de los muelles sociales para la población local. Si se monetiza el espacio portuario, obviamente habrá intereses externos que podrán pagar más que los isleños, que pagan ya el IBI más elevado.  Es un contrasentido evidente que cada vez pagues más por vivir en el solar familiar, mientras te quedas sin amarre, un “derecho fundamental” aquí, porque tu isla está siendo utilizada como recurso económico. Y también tus fondeaderos, sobre los que no aplica prácticamente ley ninguna, ya que toda restricción repercutiría directamente en el peculiar negocio náutico.

Como ejemplo de caso completamente contrario, tenemos el “vecino” puerto de de Capri, que con una población estable comparable, mantiene cadencias de ferris con el continente similares a los que mantiene Formentera con Ibiza, lo cual resulta extraño, porque Capri está inmersa en el área metropolitana de Nápoles (3M hab), muy poblada y dinámica.

Sin embargo, el puerto de Capri, Marina Grande, muy limitado en espacio, está gestionado de manera clara, con escasos amarres para deportivos locales y menos sitio aun para visitantes, pero con espacio suficiente y libre de cruces para la maniobra de los numerosos ferries.

Y es que el puerto es reflejo del sistema turístico local, porque que a partir de él la isla cuenta con un sistema de transporte público muy original que incluye funiculares y autobuses,  de manera que no hay un tráfico rodado. No se admiten coches del exterior, mientras que en Formentera, las diversas limitaciones permiten hasta 400 vehículos al día, a parte de los propios de la isla. Una cifra sin duda de difícil de gestión que es la expresión terrestre del caos tendente al bloqueo que sufren los populares fondeaderos de los Freus que, curiosamente, también caen bajo la influencia de la Autoridad Portuaria, en tanto que controla los dos puertos y, en teoría, la gestión del tráfico, si bien no existe dispositivo ni un verdadero centro de control.

Pero recordemos: ordenar los tráficos implica limitar, racionalizar, mientras que el modelo turístico de estas islas se basa en el Laissez faire sur Mer.

En resumen, se puede afirmar  que aquellos puertos que por un lado están calificados como “de interés general” pero que en realidad sirven a comunidades pequeñas, se hallan frente a  un problema muy serio de colonización económica por parte de intereses externos, que actúan sobre una sociedad que es, en ése aspecto, débil por naturaleza.